¿QUÉ VAMOS A SABER A ESA EDAD?

 

Words by Paloma Sanchez

Fue hace poco tiempo que comencé a cuestionarme si la experiencia universitaria me había gustado. Esta reflexión surgió del hecho de que, desde que terminé la licenciatura, no he sentido la necesidad de volver a las aulas a pesar de que en muchos lugares es un requisito para seguir avanzando en la vida profesional. Asimismo, conversando con una amiga sobre nuestras carreras, ella mencionó que le parecía absurda la expectativa social de que a los 18 años tomemos una decisión sobre lo que queremos hacer por el resto de nuestras vidas. “¿Qué vamos a saber a esa edad?” dijo y de golpe, me remonté a esa época en la que tuve que tomar una decisión de vida, lo cual no fue algo sencillo.

No es que no me gustara la escuela, al contrario: creo que siempre fui una estudiante dedicada y disfrutaba aprender. Sin embargo, reconozco que mis padres fueron fundamentales en mi desempeño, porque para ellos era imperativo que fuera una buena estudiante y estuviera siempre entre las mejores. En ese sentido, sí fueron exigentes con mis estudios y calificaciones. Como muchos mexicanos de su generación, nacidos en la década de 1950, ambos fueron los primeros de su familia en terminar una carrera universitaria, obteniendo mayores ingresos y experimentando un mundo distinto con mejores oportunidades económicas y personales. Evidentemente, deseaban lo mismo para su hija y, en consecuencia, siempre estuvieron ahí para ayudarme a estudiar y con la expectativa que tuviera el mejor desempeño académico para que pudiera acceder a una buena universidad.

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Como mencioné, me gustaba estudiar y mis compañeros siempre me consideraron nerd. Sin embargo, el reto llegó al terminar la preparatoria y decidir a qué dedicarme profesionalmente pues tenía muchas inquietudes y dudas. Hoy sé que la mayoría de los jóvenes experimentamos ansiedad en estos momentos y, por mucha orientación profesional que tengamos, no es una decisión sencilla. Justamente, en los últimos años me he preguntado si mi elección hubiera sido distinta de conocer otras opciones. No es que lamente el área de estudio que elegí; al contrario, es una profesión que me ha dado muchas satisfacciones, que me ha permitido viajar y que ha alimentado mi interés por seguir aprendiendo fuera de las aulas. Sin embargo, en el momento que tomé la decisión sobre qué estudiar, no tenía claro en qué área era en la que quería trabajar, ya que son cuestiones distintas.  

Recuerdo esto: alrededor de los ocho años, empecé a escribir mis primeras historias, basadas en los cuentos infantiles clásicos que leía con voracidad. Mis padres estaban orgullosos y presumían mi escritura. A los 14 años tenía dos manuscritos de novelas, una ambientada en la Edad Media y otra en la Segunda Guerra Mundial y, para resumir, antes de los 15 años estaba segura que quería dedicarme a la escritura. Sin embargo, el sistema educativo mexicano, tanto público como privado, no cuenta con clases que incentiven el desarrollo de las habilidades de los estudiantes fuera del currículo tradicional y por tanto, no tuve guía sobre cómo podría acercarme a esta actividad. Durante la preparatoria estuve en talleres literarios en los que aprendí mucho, pero que no fueron suficientes para tomar una decisión sobre mi futuro. Tuve la noción de que, si quería ser escritora, tendría que optar por estudiar Letras Españolas o Inglesas y al mencionarlo, la mayoría de los adultos decían “está bien…pero morirás de hambre.” En México, una carrera de humanidades significa que el único trabajo será la docencia y nunca creía tener la vocación para ella.

Pero, TENIA que estudiar. Después de algunos tropiezos, comencé la carrera en relaciones internacionales, misma que elegí porque después de revisar el currículo, consideré que me ofrecía una formación integral y bases para escribir. Y si bien mis estudios me han permitido crecer, la realidad es que, al día de hoy, no soy periodista ni escritora ni trabajo en el mundo editorial. Todas las personas que me conocen saben de mi pasión por los libros y con frecuencia me preguntan, ¿por qué no trabajas en algo relacionado a la literatura? Existen muchas razones: la inercia de la rutina, el hecho que sí me gusta el área que estudié y el temor natural al cambio. Pero, es en este contexto que reflexiono sobre el momento en que, cuando tuve que elegir una carrera, no sabía las alternativas profesionales existentes si hubiera optado por la literatura.

El mundo ha cambiado desde que terminé la universidad: actualmente es más fácil convertirse en editor independiente o “book reviewer” en redes sociales y obtener un ingreso de ello. Esto no existía hace 15 años pero tampoco había orientación ni conocimiento para saber que era posible vivir de una carrera en esta área. Si bien ninguna profesión garantiza el éxito, lo cierto es que existen carreras más subestimadas que otras. A ello se suma que en mi país, rechazar la universidad (o plantear tomarse un tiempo antes de decidir) equivale a una mala decisión. No lamento haber estudiado mi carrera y estoy agradecida porque sé que soy parte de un grupo privilegiado que accede a la universidad y que tiene la suerte de trabajar en su área de estudios. Jamás olvidaré eso, pero ello no me impide pensar qué decisión hubiera tomado de haber tenido mayor oportunidad de desarrollar mis habilidades fuera de las carreras tradicionales.

Hace algunos años, en un viaje a Cuba, un taxista presumía del avanzado sistema educativo de la isla, que producía gente muy preparada. Sin embargo, el conductor mencionó que “la universidad no es para todos” pero que ello no implicaba un fracaso porque había habilidades distintas y posibilidades para aquellos que no optan por ese camino. Esta conversación me marcó pues me abrió los ojos sobre explorar otras opciones “fuera de la caja”. Y es por ello que hoy me encuentro justo planteándome nuevos caminos que me lleven, no a reencontrarme, sino a vivir de forma plena con mi amor hacia la palabra escrita.

 
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